Alguna vez en
el Congreso de Colombia hubo honorabilidad.
Yo, como
usted, amigo lector, no lo puedo creer. Pero sí: sí la hubo en semejante
organismo.
No en
cantidades grandes, desde luego. Sino apenas la que podía caber en la palabra
honorable, que era el rótulo que entonces anteponían al de senador y al de
representante, y con el cual se honraban y creían decirse la verdad unos a
otros.
Esto ya no
ocurre. Siguen anteponiéndose, es verdad, el título de honorable como antes lo
hacían, mas lo hacen hoy en día no para honrarse sino para mentirse unos a
otros.
Porque en muchos
congresistas actuales la honorabilidad ya no habita de labios para adentro, y
sin embargo continúan siendo honorables de labios para afuera.
Quiero decir
que contienen ellos una abundante deshonorabilidad de fondo de la que están muy
orgullosos, pero logran taparla con una honorabilidad de palabra, de la que ya
no están muy seguros.
Es más: Su aspiración
máxima consiste en hacerse a una completa deshonorabilidad de palabra y de obra,
que les evite caer en esas ridículas tentaciones de honestidad que no faltan, y
al cabo los premie con una supermillonaria pensión, que tampoco les sobra.
Pero, ¿para qué
traer todo esto a cuento?
Para poder entrar
de lleno en el caso de Camilo Romero Galeano.
Él es un senador
que empezó como honorable, logró luego el rápido e ineludible ascenso a deshonorable, pero
al que ya ni pizca de deshonorabilidad le queda porque la gastó toda en dos recientes
proezas históricas.
Tras la
escandola aquella de la reforma a la justicia, Camilo se empeñó en la tarea de revocar
el Congreso con firmas ciudadanas. Ha juntado pocas, hasta ahora. Bueno, las suficientes
para revocar a los porteros del Capitolio.
Hace algunos
días le dio por la renovación del Congreso, y por llevarla a cabo echando fuera
a los viejos congresistas corruptos, y metiendo en su lugar a jóvenes imberbes
por corromper.
Contó que se
halla, en efecto, exprimiendo todo su cerebro de senador en un proyecto de ley
que reducirá la edad de entrada al Congreso.
De manera
que los menores de 30 años podrían entrar y caer en las garras del Senado, y los
menores de 25 años en las de la Cámara.
En
conclusión: estimular a menores a ser políticos, senadores y representantes, a
una edad en que esos menores deberían estar aprendiendo a ser, por el
contrario, buenos y honrados ciudadanos.
Con este
proyecto, Camilo Romero superó con creces a ese otro ejemplo viviente de
deshonorabilidad que es el inefable senador Roy Barreras.
Porque, si bien
se mira, lo que en realidad va a conseguir esa ley no es lo que el senador pretende,
que es la renovación del Congreso por los jóvenes, sino otra cosa bien
distinta, y es la criminal corrupción de los jóvenes por los congresistas.
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