La reciente canonización
de la madre Laura Montoya puso rumbo a los altares al beatísimo Alejandro
Ordóñez.
Ordóñez estuvo
Roma en aquella ocasión, y se cree que fue allí donde contrajo el rancio olor
de santidad que hoy lo delata, y contra el cual no existe en el mercado un desodorante
que sirva.
Semanas
antes, por iniciativa de La Silla Vacía, Alejandro fue declarado por votación
virtual el Gran lagarto de Colombia. Aceptó
con humildad cristiana el honroso título, y juró que lo pondría al servicio de su
iglesia.
De modo que Ordóñez
llegó a Roma no como la oveja del rebaño de dios que debía ser, sino como el enorme
e impetuoso lagartus santanderianus que
ha sido siempre.
Y todo
empezó a sonreírle desde el momento en que puso pie en tierra italiana. Todo,
incluso su propio dios: el terrible dios de Alejandro Ordóñez.
Sonreía este
dios, a pesar de todo, por su Alejandro; por el amado siervo que arrebató la
Procuraduría al infiel Estado colombiano y la puso al servicio del verdadero cristianismo:
el medieval.
Según una
vieja tradición bíblica, en este instante debería aparecérsele a Alejandro un
arcángel y entregarle un importante anuncio divino. Pero a los servicios de comunicación
del reino de los cielos se les cayó el sistema, y por tanto el autor no dispuso
de un arcángel para introducirlo aquí. Pero el anuncio divino había que darlo,
y como no había quién lo diera, le tocó a Alejandro dárselo a sí mismo.
“Trabajarás
para ser, después de la madre Laura, el segundo santo colombiano, y en eso emplearás
la lagartería de que ahora dispones en abundancia”, fue el anuncio.
“Me merezco
ese puesto”, fue la respuesta, e invocando la ayuda de su dios emprendió de
inmediato el sendero de la santidad.
Aquella ayuda
le llegó mucho tiempo después. Tras una lagartiada de meses, Alejandro
consiguió la aparición de un arcángel con anuncio celestial. Se le apareció una
noche, en efecto, y le informó que el puesto en los altares valía su precio, y que
quedaría bien pagado con el sacrificio de uno de sus hijos.
No alcanzó a
definir el tipo de sacrificio porque el arcángel presentó en ese momento algunas
fallas de origen, y se esfumó.
Alejandro
Ordóñez, que aún vive en el antiguo testamento, conoció de cerca un caso
semejante: el de Abraham. Quiso dios probar la obediencia de Abraham y le
ordenó el sacrifico mediante hoguera de su hijo Isaac. Isaac escapó por un pelo
de ser carne de tan curioso asado.
Alejandro pensó
en la hoguera, pero abandonó luego la idea porque sus principios religiosos
mandan que las hogueras se han de levantar para incinerar libros, y no para el
asado de hijos.
Libre de fallas
por reparación a fondo, el arcángel se le presentó de nuevo a Alejandro. Dejó
claro esta vez que el sacrificio en hoguera había caído en desuso, y el que se
le pedía era el moderno sacrificio en homosexualismo.
“Bastante
humano es ver a un hijo quemándose vivo en la hoguera; pero lo que en verdad resulta
inaceptable pues riñe con mis más profundos sentimientos de padre, es verlo entregado
al homosexualismo”, pensó para sí el abrumado Alejandro.
Sin embargo,
terminó por ceder a los deseos de su dios, y a los embates de su propio apetito
de santidad.
Al poco
tiempo, un joven de apellido Ordóñez ingresó al seminario.
Y así, con
un hijo religioso en la familia, Alejandro obedeció a su dios y aseguró para sí
un fácil y veloz ascenso a la santidad.
Y una vez en
los altares, se le ensalzará aún más y para siempre, con el venerable título de
santo patrono de los homosexuales.