Y he de agregar que sólo cuando aquellos sedientos bichos lo permitieron pude disfrutar de la compañía de algunos amigos y familiares.
Comprenderán entonces que en estas condiciones me vi obligado a realizar una de las obras de caridad que Dios nos manda hacer de cuando en cuando: la de dar de beber al zancudo.
Les di permiso de beber todo cuanto quisieron beber. Supe (en halago de mi extraordinario sentido de la caridad) que durante aquellos días esa fauna voladora y hambrienta me consideró su principal y acaso única fuente de alimentación. No exagero cuando digo que ni uno solo de los bichos del lugar dejó de asistir a los banquetes que ofrecí.
Pero eran días de fiesta, y creí que debían serlo también para los zancudos, y que mi obligación era ayudarlos a que los celebraran como lo hacemos los seres humanos. Entonces, junto con la comida, decidí ofrecerles alcohol.
Sabrán entender por qué tuve que hacer lo que hice: que fue ingeniármelas para que, durante esos días y a punta de trago, corriera por mis venas tanto alcohol como sangre.
En fin, doné a la voladora fauna calentana algo así como diez litros de mi preciosa sangre, de modo que llegué a Bogotá hecho una completa y perfecta anemia de pies a cabeza.
Y como constancia de que esa fue exactamente la cantidad que doné, han de saber los lectores que cada zancudo que alimenté quedó convertido en algo digno de formar parte de una fritanga para bichos: en una sabrosa y diminuta morcilla.
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